La uniformidad no resiste la historia:
“La falacia de la destrucción de los sistemas familiares en República Dominicana”
Fátima Portorreal
Repensando sobre los sistemas de parentescos en República Dominicana me remite siempre a una temática de análisis en el que afloran aspectos de resistencia, pervivencias culturales, narraciones y escenarios de represión que tocan fondo en las mentalidades postcoloniales acerca de la familia, matrimonio, sexualidad y reglas de residencias. Uno de los criterios más populares que permanece en los discursos de las élites desde la colonia es el de la ambigüedad moral aplicada de distintos modos a las mujeres, hombres, grupos dominantes de clase, a los vencidos, esclavos /as e indígenas.
Para la historiografía no hay duda que en el mundo colonial se estableció un orden que afectó el trabajo, la sexualidad, la familia, el tiempo, el cuerpo y sus periferias. Y que muchos de los discursos emitidos por las instituciones coloniales (Estado y la iglesia) se acomodaron a los nuevos horizontes que las tierras nuevas proporcionaban a los/as peninsulares. Las circunstancias especiales eran evidentes, en el nuevo continente surgieron “libertades” que el grupo dominante deseaba contralar, como son las uniones informales, tales como el amancebamiento y los matrimonios interétnicos, entre otros.
El sexo, uno de los aspectos más privado de una persona fue controlado por medio de legislaciones y discursos moralistas. La estrategia de exclusión se dio por medio de la cárcel, el destierro o la pena de muerte. Uno de los ejes claves del control del cuerpo fue la obsesión de la iglesia por la suciedad del sexo y el control civil de las estructuras familiares, los matrimonios y las mujeres. En la colonia de Santo Domingo se gestaron formas familiares no antes conocidas, al margen de la legislación imperante, los convencionalismos sociales y los discursos misóginos de la iglesia y sus abanderados.
En este marco de ambigüedad, las nociones del buen nombre de la familia, pautaron reglas patriarcales que beneficiaron a los hombres, clérigos e instituciones que de algún modo controlaron los ingresos de las mujeres, la herencia, y la movilidad de éstas a otros espacios dentro de las estructuras sociales. Sin embargo, el mestizaje produjo nuevos modelos y alianzas conyugales que resultaron diferentes de lo que se había previsto o deseado para las colonias de ultramar. Esta permisividad y ambigüedad de los discursos de las instituciones coloniales, marcaron la vida pública de la colonia de Santo Domingo hasta hoy.
En pocas palabras la legislación civil castellanas admitió la formula de la barraganía, una institución que permitía a un hombre y a una mujer soltera convivir maritalmente sin casarse y en Castilla esto permitió la endogamia de las familias privilegiadas, mientras que en las colonias se perseguía en ciertos momentos, en otros, simplemente flexibilizaron su postura, atendiendo a una trama de compromisos y favores que los curas y las autoridades españolas asumían por diversos propósitos como son la obtención de comida, tributos o por hacerse de algún cargo de fiscal, alcalde o sacristán, entre otros. En fin, a pesar de que el amancebamiento, la poliginia, las mujeres solteras con hijos e hijas, las familias extensas, los matrimonios interétnicos, fueron rechazados y repudiados por estar asociado a la esclavitud, el mestizaje y mulataje aparecen como una práctica extendida en todas las colonias españolas.
La evidencia es múltiple, el mundo colonial estaba sometido a vigilancia y a una ambigüedad discursiva que definió las reglas del orden estamental más allá de la colonia. Los modelos familiares que se gestaron en la colonia dieron origen a nuevas molduras que transformaron las relaciones sociales y la vida cotidiana de las mujeres, la sexualidad, los sistemas de residencia y matrimonio, etc.
Hace unos días escuche esos viejos discursos de boca de la primera dama de la República: Margarita Cedeño y el Cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez. Y con todos mi respeto, a las autoridades mencionadas, quiero recordarle que tal parece que “los disolutos /as” no han podido ser controlados/as durante varios siglos. Lamento decirles que el obraje cultural que se gesto en Hispanoamérica no ha podido ser rogativo ni desarticulado, pese a la agobiante tutela masculina y clerical.
Lo textual persiste y sin importar que se repita el anclaje colonial que tipifica conductas como el concubinato o “las escandalosas uniones de parejas del mismo sexo”, las voluntades colectivas persisten y conjuran contra los significantes de la opresión. Todavía, hoy las penas no se suavizan y los acusadores/as continúan blandiendo infames reprimendas o castigos a los que se hacen cómplices de “los escándalos” de la marginalidad. Pero, esos discursos de vocación conventual y de puro recogimiento no son preocupantes.
A la población dominicana no le importan las querellas habituales de las élites, ni les preocupa el honor, la monogamia, la homogenización social, la advocación a los matrimonios heterosexuales y por supuesto, las herramientas del buen vivir de las uniones bendecidas por la Santa y Apostólica Iglesia Católica.
La cultura de los marginados resiste y actúa. Y si me permiten recordarle a tan magnificas y prestigiosas personalidades, que las uniones sacrílegas como eran la bigamia, el amancebamiento y la soltería de mujeres con hijos es hijas han sido el pan de cada día en nuestra querido y amado país desde la colonia. El orden del Padre, no ha importado, ni las reprimendas, o las preocupaciones obsesas de la iglesia o el Estado por mantener el honor social o un tipo de familia uniforme basada en una unidad simétrica de parentesco, residencia y producción. Las cruzadas civilizatorias y educativas que impusieron el modelo monogámico y la familia nuclear no domestican el cuerpo cultural.
El sistema que promueve la familia nuclear, la monogamia y relaciones heterosexuales sustentada en un sistema bilineal con residencia neolocal no fue lo único que se consolido tras el nuevo orden colonial y postcolonial. Lamento decirles a todos los creyentes, ricos y pobres que los códigos morales y los sistemas parentales bajos códigos obsesos de represión del cuerpo no debilitaron la poliginia, los lazos conyugales libres, ni el anhelo por sistemas alternativos de existencia.
En República Dominicana, la poliginia masculina se perpetúa a pesar de la ética religiosa o estatista. Los matrimonios a la libre predominan sobre los matrimonios legales, las familias monoparentales, extensas y nucleares distinguen el panorama en general del país. Veamos las estadísticas: el 44 % de las familias están dirigidas por mujeres, el 56 % de los hijos e hijas vive con uno de los padres, es decir familias no nucleares (CESDEM, 2008). Aunque el censo, destaca a la familia nuclear como la más extendida y en segundo lugar le sigue la extensa, está claro que con el paso del tiempo, las desviaciones a las reglas han esculpido los sistemas parentales y matrimoniales dominicanos.
Lamentos decirle a la institucionalidad postcolonial, que, pese a la imposición estamental de una jurisprudencia represora, las uniones libres, la poliginia, la mono/paternidad distingue las prácticas nupciales y las estructuras familiares de la República Dominicana. Y en lo que respecta a las uniones de personas del mismo sexo, pese a ser considerado en el pasado colonial como un “pecado nefando” o como una aberración en el lenguaje moderno, su presencia se visibiliza y no necesita la flexibilidad de las élites.
La tipificación de las uniones conyugales de los homosexuales, transexuales y transgénero como algo aborrecible no es un patrimonio del colectivo. Claro está para todos y todas que esta narrativa homofóbica se aloja en los cuerpos especiales, Estado e iglesia, cuando las necesidades vinculantes se tejen por la necesidad de permanencia en el poder. Hoy no necesitamos de los viejos discursos coloniales para advertir sobre la supuesta “mala vida” de los/as dominicanos/as. Hoy puedo asegurar que la uniformidad, no resiste a la historia.